“Los primeros recuerdos que tengo de mi niñez son imágenes de mi papá parado en la mitad de la sala de la casa, con una flauta en la mano. Eran los ’90 y todas las tardes yo llegaba del colegio a hacer las tareas. Mientras leíamos juntos, me empezó a costar mucho diferenciar la palabra “pato”, duck, de “pollo”, chicken. En pocos segundos, sentí el golpe frío y repetido de la flauta en mis piernas.
Así crecí, con el sonido de mi madre llorando en la otra pieza porque me encontraba con las piernas moradas, mientras yo caminaba despacio por los pasillos. Nunca escribía mucho en mis cuadernos durante clases porque sabía que tenía buena memoria, pero si él llegaba a encontrar las páginas en blanco, llegaría la pregunta a la que yo tanto le temía: ‘Elige, varilla o cinturón’. Yo elegía varilla. ‘¿Cuántos golpes quieres?’, preguntaba después, ‘¿diez suaves o tres fuertes?’. Todo esto siguió hasta que entré a la universidad.
Como la violencia es una cadena, en el relato importa mencionar que mi papá era el menor de 9 hermanos, que vivieron pobreza extrema cuando niños y que su papá siempre los trató de la misma manera. En esa época, creían que un hijo venía a cumplir el último escalón de la pirámide y no tenía ‘por qué ser respetado’, sino que ser moldeado con firmeza. En mi casa no era nada de distinto: no se manejaban las emociones ni tampoco se hablaban de ellas, me sentía como un caballo que había que entrenar.
Yo no entendía qué había hecho mal. Pasaron los años y me titulé con distinción de la universidad, siendo una buena niña y sin dar ningún problema. Jamás hice nada equivocado ni rebelde y siempre estaba en los primeros lugares en todo. Sé que eso era por el miedo que le tenía a él e, incluso, a expresar mi opinión en público. De hecho, la última vez que mi papá me pegó fue a los 21, porque dije en la mitad de una comida que me cargaba Pablo Neruda y su poesía.
Después me fui a vivir a fuera durante 9 meses, que fueron un alivio y una oportunidad para conocerme a mí misma. Cuando volví a Santiago –la ciudad donde vivo ahora– escuché un ruido similar al de su auto y empecé a tiritar como cuando era niña, a recordar todas las veces que adentro de esa camioneta, me había ofendido y tratado como lo más superficial e irrelevante del mundo. Un día me pidió que nos juntáramos a tomar un café por mi regreso. Toda la autonomía, autoestima y empoderamiento que había ganado afuera se esfumó completamente y no fui capaz de hablarle si no era para responder con susto, ni levantar la mirada.
Ahí me di cuenta que tenía que buscar ayuda, porque mi falta de identidad me estaba absorbiendo. Jamás tuve confianza en mis propias capacidades ni aprendí a generar vínculos con otras personas. Me cuesta infinitamente hasta tener amigas, porque temo a todo, a equivocarme y a que siempre me estén evaluando y rechazando. De hecho, recién este año, cuando entré a terapia en marzo, pude sentir que valía algo.
Además, ahora soy mamá también. Con el tratamiento agarré vuelo y cada día tengo más confianza en que las cosas que le voy a enseñar a mi hija siempre serán con amor. No me importa si alguien me dice que la estoy malcriando, porque sé en carne propia que eso no es así, que el criar en el respeto es lo básico para que ese niño algún día, tenga una vida feliz. A veces pierdo la paciencia, como puede pasarle a toda madre y es ahí, solo ahí, cuando me vuelve a entrar un poco el temor. Pero trato de pensar en ser mejor siempre y no repetir lo que yo viví, porque la cadena de violencia que sufrí, terminó conmigo.”
Josefa Arcos (28).
No avalar nunca la “palmada” para corregir
Aunque suene como algo del siglo pasado, la violencia intrafamiliar hacia los niños encausada en argumentos de “enseñanza”, “corrección” o “castigo” sigue pasando en nuestro país. Según la última ELPI 2017, los métodos de disciplina aplicados por los adultos en el hogar pasan en un 57% por la agresión psicológica, un 33% por el castigo físico y un 62,5% por “cualquier forma de método con violencia”, donde el 63% de los niños que los reciben son de entre 5 y 8 años.
A pesar de que Chile adscribió a la Convención sobre los Derechos de los Niños a principios de los años ’90, la investigadora del Observatorio Niñez y Adolescencia Natalia Bozo asegura que “la gente que vivió su juventud en esa época y que ahora es madre o padre fue una generación que pasó 17 años en un lugar donde se normalizaba la violencia y existía un adoctrinamiento través del miedo. Inevitablemente, no podemos escapar ese contexto entregado por la dictadura, y a eso se le suma que seguimos sin una Ley de Garantías nacional que reconozca a los niños como seres de derecho, dignidad y decisión”. Ese problema de hace más de 30 años atrás, es uno que sigue afectando a los niños.
Y es que el peligro de educar a través del miedo muchas veces puede ser ignorado producto de la normalización de las frases y acciones como “una palmadita basta” o “dale un tirón de orejas y entenderá”, mientras que se deja de lado el trasfondo de un niño cuyo cerebro está en proceso de desarrollo. Adrián Ezequiel Aguilera, psicólogo y director del Instituto Grupo Palermo Chile –donde está el sitio Disciplina Positiva–, asegura que “a veces, los padres no miden el daño de los castigos mediante el temor. Si reprendes a un niño por no atarse los cordones a la edad adecuada y crees que con palabras agresivas o malos tratos va a cambiar, es una mentira tremenda, porque el niño no “se porta mal” a propósito para herir al adulto, sino porque no está desarrollando una madurez producto de su desmotivación y una falta de pertenencia al lugar que habita”.
Para profundizar el alcance de este daño en cifras, el estudio Modelos Culturales de Crianza en Chile: Castigo y Ternura, realizado por la FACSO y la organización World Wide Vision, dice que del total de la muestra de 2.456 niños de 7mo y 8vo básico, el 54,9% solo recibe violencia física en la crianza y un 16,6 solo psicológica. O sea, el golpe o el empujón es el que va más veces, porque se comprobó que, sobre todo en los barrios vulnerables de los países Latinoamericanos, “se ha llegado incluso a legitimar la violencia como método de protección de los niños y también para su propia defensa personal”.
Y lo que viene después de normalizar un ámbito de desarrollo en el miedo o la amenaza será que los “miedos no resueltos se convertirán en estados corporales”, según explica la coordinadora del Centro Especializado en Formación y Terapia Psicomotriz –CICEP– y doctoranda en Educación en la Universidad Autónoma de Barcelona, Marcela Hernández. “Los niños, no saben reconocer qué es lo que está pasando en su cuerpo, entonces cuando hay maltrato y miedo, crecen en una ambivalencia que no pueden resolver ni controlar. Luego, en su postura, parecerá que siempre está tenso o enojado o desde la motricidad uno podría describirlos como inhibidos y quietos, hasta el otro extremo que es inquieto y a la defensiva de manera agresiva”.
Para María Leonor Conejeros, Doctora en Educación y profesora de la Escuela de Pedagogía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, el hecho de que el miedo impacte en el desarrollo humano desde la más temprana edad, significa que “incidirá en la motivación para aprender y para explorar sus propias habilidades. Si el niño se bloquea, perderá, si se desregula y está constantemente a la defensiva de manera agresiva, también lo hará”, dice. “Aunque el miedo sea una emoción básica humana y que no se puede evitar sentir para sobrevivir, cuando éste se gestiona mal y se transforma en algo paralizante, no te permitirá crecer porque sentirás que no perteneces a ningún lugar”.
Todo eso termina definiendo el ser del niño, que luego se convertirá en adulto. Marcela Hernández, agrega que “las reacciones producto de la constante exposición al miedo por violencia o incluso al miedo a fallar, quedan impregnadas. Por ejemplo, cuando los niños pegan con angustia, están demostrando una defensa hacia algo que les provoca miedo. Si en ese momento ellos reciben más miedo todavía, como con un golpe de vuelta, el acto quedará fijado ante cualquier estímulo que le provoque estrés y del cual tenga que protegerse”.
Estas son solo algunas de las razones por las cuales los especialistas aseguran que nunca se debe infringir miedo en un niño, menos en un ámbito de aprendizaje. Adrián Aguilera ha dedicado los últimos seis años a entregar conocimientos sobre la “disciplina positiva” para que esto no pase. Este método nace desde la teoría de la “psicología individual” que comenzó a estudiarse a principios del siglo pasado y describe “cómo el ser humano se construye para ser un aporte positivo en su entorno desde su ser, y en eso, los gestos de felicitación y valoración que entregamos, generan un sentido de pertenencia, y por lo tanto, mayor interés por lograr cosas y utilizar nuestra autonomía”.
Según Adrián la clave está en hacer conscientes el siguientes cuestionamientos: ¿Cómo te sientes hoy, como adulto, frente a la idea de castigar? “Así se empieza a recordar cómo el adulto se sentía cuando le pasaba a él o a ella y lo que pensaba de los adultos en ese entonces. Las decisiones que tomó por ese castigo, por ejemplo, de no volver a hacer algo por miedo. Luego viene la pregunta de que si ellos creen que ese adulto que los atemorizó, había tomado consciencia del daño que les estaba infringiendo. El 100% de las veces, la respuesta es no”.
Fuente: https://www.latercera.com/paula/por-que-ensenar-ocupando-el-miedo-no-es-ensenanza-sino-abuso/
El día en que Tomás (16) fue a preguntarle a su mamá si podía invitar a unos amigos al patio de la casa para celebrar su cumpleaños, en noviembre recién pasado, a Francisca Díaz (45) se le generó un problema. No era el tema del aforo, porque ella no dejaría que entraran más que los permitidos, pero sí el hecho de que la regla siempre había sido no hacer juntas en la casa “que pudieran provocar cualquier desajuste en sus estudios, salud y responsabilidades durante la adolescencia”. Esta vez hizo una excepción y cuando llegaron sus cuatro invitados, lo que más le impactó fue el hecho de que no conocía a ninguno de ellos porque no eran del colegio.
“Decidí quedarme en la cocina ayudando con las pizzas, un poco para dejar que interactuaran a solas y un poco para ver cómo Tomás se desenvolvía”, recuerda. “Cuando les fue a mostrar su pieza, me asomé por la escalera muy sigilosamente, solo para curiosear qué era lo que opinaban. Alcancé a escuchar que se metían a su clóset y que las amigas le decían que su ropa estaba pasada de moda, que las camisas que tenía lo hacían verse perno. No escuché una defensa de su parte, todo lo contrario. Comenzó a excusarse por cómo se vestía y a decir que pronto iba a cambiar”.
Que los adolescentes sigan modas o incluso se sometan a la opinión de sus pares es algo que puede pasar en el proceso de desarrollo. Según Ana María Arón, directora del Centro del Buen Trato UC y académica de la Facultad de Psicología de la misma universidad, “en general la manipulación tiene que ver con algo que haces para manejar y conseguir efectos en el comportamiento de otro, lo cual en sí no es malo, e incluso la crianza y la educación tienen mucho que ver con eso. El problema está cuando la manipulación se vuelve abusiva, donde la persona que manipula a otro lo hace por sus propios intereses”.
Al día siguiente del cumpleaños, Francisca cuenta que durante el almuerzo le preguntó a su hijo por qué no llevaba puesta la camisa que le había regalado para Navidad. “Desviando la mirada, me dijo que en realidad no le había gustado. Entre la pena y la rabia de verlo sucumbir ante los comentarios, le pregunté: ‘¿Por lo que te dijeron ayer tus amigos?’, y no entré en cuenta de que mencionarlo podría haber sido un craso error. Tomás se encerró en su pieza enojado por mi pregunta y no volvimos a hablar del tema por un buen tiempo. Pero mi preocupación por su estado de ánimo sólo aumentó, sin en insistir en que me contara más sobre este grupo de amigos. Eso me provocaba más desesperación: ¿Estaba dejándose llevar por cosas más graves que yo no sabía?”
Las alertas para entender si un adolescente está pasando por una relación de manipulación abusiva tienen que ver más con lo que los padres saben sobre ellos que lo que no. Para Adrián Aguilera, psicólogo y director del Instituto Grupo Palermo Chile y del centro Disciplina Positiva, el que un hijo pueda estar expuesto tiene varios factores: “La fórmula que lo define es que exista una baja autoestima, fácil e influenciable, lo que significa que el adolescente no está siendo capaz de tomar sus propias decisiones por no estar seguro de quien es como persona. Eso se gesta desde la niñez y se muestra más claramente en la adolescencia”.
Si lo observamos desde la crianza temprana, Ana María Arón explica que la clave para desarrollar la baja autoestima también está en que “si el niño ha tenido una educación muy castigadora, no se van a poder defender porque aprendió que el más fuerte es el que manda a toda costa. El sobre-cuidado y las imposiciones que le dan los padres a los hijos, provoca que ellos duden de sus propias sensaciones y experiencias. Eso es algo que luego se traspasa al plano de los pares, donde éstos dejan de ser tan ‘iguales’, porque siempre el que está solo va a estar en un estatus más bajo que los otros”.
Por eso la adolescencia es una etapa en la que los menores corren mayor riesgo de ser manipulados. Algo que también se potencia, según explica la directora del Centro de Intervención Temprana de Viña del Mar y psicóloga especializada en neurociencias, Carla Flores, porque “en esta etapa hay una búsqueda de gratificación constante en nuestro cerebro. Mientras más cosas le hagan sentir satisfacción y adrenalina, más dopamina habrá para sentirse a gusto, y ahí es cuando integrar un grupo social empieza a convertirse en algo necesario para estar feliz. El punto es, a costa de qué están los adolescentes tratando de conseguirla”.
“Después de varias semanas, fue Tomás el que llegó a conversar conmigo”, cuenta Francisca. “Vi un poco de resignación en él, porque me contó que si bien la ropa no le importaba tanto, no lograba entender por qué a veces, a pesar de que hacía todo lo que le pedían, quedaba fuera del grupo. ‘¿Pero qué cosas te piden hacer?’ le dije y me contó que le hacía las tareas a los demás, les prestaba plata para comprar cosas por Internet que nunca le devolvían o que, incluso, pasaba las claves de las aplicaciones para ver películas y series porque se lo pedían, pero no para verlas con él. Se me partió el corazón”.
Pese a que puede haber un deseo de ayudar y proteger al hijo, según Carla Flores, hay consecuencias en tomar una acción arrebatada, como por ejemplo, obligarlo a cortar con sus relaciones. “Hay un instinto de protección básico que es muy comprensible que se mezcla con la sensación de culpa cuando algo no anda bien con nuestros hijos. Pero a pesar de que los padres siempre se pregunten qué están haciendo mal, la sobreprotección e intromisión también les quita las herramientas a los hijos para desenvolverse solos y terminan por victimizar secundariamente al menor provocando un nuevo sometimiento”.
Uno de los de cambios que se empiezan a experimentar en la adolescencia es que los referentes dejan de ser la mamá y el papá, y pasan a ser los amigos y pares. Si ese referente ha sido muy avasallador hasta el momento, “el hijo no es capaz de tomar sus propias decisiones para evitar que se lo lleve la corriente, porque sus padres lo han estado rescatando de todo antes de que pudiera pensar en qué hacer para salir de ahí”, dice Adrián Aguilera: “Pasa desde muy temprano y en las cosas más sutiles, que eximen al niño de la responsabilidad que tiene en sus procesos del día a día, afectando su auto-concepto”.
Para prevenir eso, es importante que desde pequeños puedan validarse como seres cuyas emociones y pensamientos valen, porque como explica Ana María Arón, “quien duda de sus propios pensamientos, está mucho más expuesto a la manipulación, porque necesitan que otra persona les guíe. Si les enseñamos desde siempre a tomar decisiones acorde a su etapa, esto también le dará a los hijos el valor de cortar con las manipulaciones, y prevenir situaciones de abuso más grandes”.
Como le pasó a Ale Catalina Fernández (30) en su adolescencia. Mirando hacia atrás, recuerda que a los 17 años tuvo un pololo al que le hacía todos los trabajos, le redactaba resúmenes para las pruebas y le hacía los ensayos PSU para ayudarlo a subir su NEM y que alcanzara a estudiar la carrera de que soñaba –lo cual finalmente nunca hizo: “Mi actitud en ese tiempo era muy sumisa con él y me sentía culpable si no lo ayudaba. Pero no fue hasta la universidad que me di cuenta de que lo que había vivido era manipulación. Comencé a acordarme que cuando le hacía los trabajos, no era en buena onda, era después de que él me decía que si no los hacía iba a terminar conmigo o que tenía que hacerlo para estar ‘a la altura’ de estar con él”.
Sin embargo, lo que Ale también recuerda es que sí llegó el momento en que ella decidió terminar la relación, y eso fue también gracias a que sintió el apoyo de sus padres. “Mis papás trataron de no intervenir directamente porque yo creo que tenían miedo de que si me decían que creían que estaba siendo manipulada, yo iba a contestar mal, negarlo y encerrarme en mi misma. Al contrario, mi madre lo aceptaba y le daba la bienvenida a la casa, con el dolor de su alma. Eso no lo veo como un abandono, de hecho, creo que fue una contención desde el silencio, donde pusieron su confianza en mi para que yo tomara las redes del asunto, siempre pendientes de si me sentía bien y estaba segura”.
Ana María Arón concuerda con que “a veces criticarle a los amigos o pololos es la peor estrategia, porque probablemente le atraiga más la persona que sus padres le recomiendan no ver. Pero una solución más segura es abrir las puertas de la casa, conocer los grupos y relaciones de los hijos y conversar con ellos acerca de lo que viven en el mismo espacio del hogar, que es muy distinto a la crítica externa o al juicio”. ¿Cuándo hay que intervenir entonces? “Si hay violencia el deber es suspender esa pelea. Pero siempre antes de proceder, es importante que el adulto entienda de la manera más acabada posible lo que pasó en primera instancia”, dice Ana María.
Adrián Aguilera agrega que parte de esa solución también “es creer en la reconciliación con los hijos, aunque nunca nos hayamos dado cuenta si hicimos algo que pudiera afectar a su autonomía. Si se ve que hay una necesidad clínica que está fomentando la sumisión, se va a terapia, pero primero hay que estar seguros de que habrán momentos en que podremos escucharles y entender el proceso por el que están pasando y no cometer los mismos errores avasalladores. Para eso, los espacios de encuentro, comunicación y validación son cruciales”.
Ale cuenta que para ella la situación resultó en un aprendizaje positivo sobre cómo escoger bien las relaciones y alejarse de quienes tienen fines utilitarios. Su papá y su mamá también aprendieron lecciones que hoy aplican con sus hermanos menores. “Agradezco que mis padres me hayan dejado ser, siempre con el brazo atrás para acogerme si me caía. Eso fue un aprendizaje muy lindo: no hay que desesperar si tu hijo sea una víctima de la manipulación y la forma de superarlo, también es enfrentar la situación de manera reflexiva con ellos”.
Fuente: https://www.latercera.com/paula/a-mi-hijo-lo-estan-manipulando-como-ayudarlo-sin-invadir-sus-espacios/